Xóchitl Gálvez, candidata de la oposición, acudió el lunes por la noche a una entrevista en el programa Tercer Grado y no parecía en ningún momento que se encontrara a 22 puntos de alcanzar a la oficialista Claudia Sheinbaum, como marca la encuesta de encuestas de Oraculus. Llegó de buen humor y echada para adelante, y terminó de la misma manera, aunque menos nerviosa y más sonriente que a su arribo. Había respondido la mayoría de las preguntas con rapidez mecánica, evadiendo algunas y trastabillando en ocasiones, con claridad en temas controvertidos y optando por el silencio al cruzar aguas pantanosas.
En la cita con la mesa periodística -donde soy uno de los panelistas-, se mostró ágil de reflejos, que no los tuvo en el primer debate presidencial, y con una soltura que ni siquiera en el segundo debate, donde mejoró sustancialmente con respecto al anterior, había enseñado. No se sabe cómo será su rendimiento en el tercer y último debate el domingo, pero se va a jugar su resto. Las encuestas publicadas se han vuelto una feria de porcentajes, pero en todas está en segundo lugar. Gálvez dice que la elección está cerrada pero que va a ganar. El tiempo se le está acabando.
En 2006 Felipe Calderón tuvo una mala participación en el segundo y último debate que lo tumbó cayó seis puntos, pero estimuló a su cuarto de guerra que estaba hundido en la depresión, y le dio la vuelta a la contienda. No se le ven las mismas alas a Gálvez, que tiene otro obstáculo: el último debate será a tres semanas de la elección; el de Calderón fue a nueve.
No obstante, está segura en su dicho y en el lenguaje de cuerpo -no se vio derrotada en la entrevista-, que va a ganar si la participación es de 63%. A mediados de abril le dijo a El Universal que la victoria sería suya si saliera a votar el 62 por ciento de la lista, sin explicar por qué un mes después modificó el porcentaje en un punto, ni justificar ese punto de quiebre pese a que fue similar a la participación en las elecciones presidenciales de 2012 y 2018.
Las inconsistencias no son menores, y deben reflejar los cálculos en su cuarto de guerra, donde tampoco se ha problematizado el por qué esa es la meta de participación, y no a partir del 65 por ciento, con un ideal de voto del 67 por ciento, que expertos independientes le han explicado a Gálvez y su equipo como los mínimos necesarios para darle la vuelta a la elección.
La ligereza de sus dichos la metió en algunos problemas en Tercer Grado, sin poder salir de manera muy convincente. En un momento, a preguntas directas, dijo que López Obrador no era un demócrata, y más adelante señaló que tenía que ganar con un alto porcentaje en las urnas, para que el presidente reconociera su victoria.
Pero al ser cuestionada sobre la contradicción de sus dichos -¿por qué debía de alcanzar una victoria contundente para que López Obrador lo reconociera si no es demócrata?-, su respuesta se ancló en el deber ser: tiene que reconocer el resultado. ¿Por qué si nunca ha reconocido una derrota en las urnas, respetaría un resultado adverso el 2 de junio cuando será la elección más importante de su vida, mucho más que la de 2018 cuando ganó la Presidencia, porque de esta dependerá su ansiada “trascendencia”? Le faltaron a Gálvez argumentos y recursos retóricos para alinear lo que quedó como una disonancia.
Otro de esos momentos fue cuando hizo una enumeración sobre sus denuncias de decenas de ilegalidades cometidas por el presidente por su intromisión en la campaña electoral y su abierto apoyo político y económico, con los recursos del Estado, a favor de Sheinbaum, pero no admitió que esto era el camino a una impugnación para anular la elección, que bien podría argumentar con la ley en la mano.
Gálvez no pareció haber pensado que su narrativa de violaciones a la ley de López Obrador sería una pregunta natural, y al ser presionada por una respuesta encontró la salida fácil: no tiene un Plan B; o gana o gana. ¿Y si pierde reconocería el resultado?, preguntó René Delgado. Ahí sí fue enfática: como demócrata, lo aceptará. Pero si todo esto sucede y sucumbe ante Sheinbaum, ¿qué caso tiene las denuncias de ilegalidades del presidente?
La candidata opositora dijo correctamente -si se ven las encuestas-, que la contienda presidencial es entre mujeres, descartando la candidatura de Jorge Álvarez Máynez de Movimiento Ciudadano. Pero cuando se le pidió una definición sobre el papel que está jugando en la campaña, describiendo su actitud negativa en los debates contra ella, se negó a descalificarlo. Ninguna crítica sobre él y muchas deferencias con Movimiento Ciudadano, lo que llevó a Denise Mearker a subrayarle el buen trato con ese partido que muchos vemos como un palero, haciendo el trabajo sucio al presidente para quitarle votos a Gálvez.
La candidata habló con respeto y admiración incluso de la militancia de Movimiento Ciudadano, pero ya no hubo tiempo en la mesa de Tercer Grado para preguntarle si su deferencia selectiva sobre ese partido obedecía a un acuerdo con alguno de los liderazgos, en particular el de Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco -la tercera entidad de mayor peso electoral-, que públicamente ha mostrado sus desavenencias con el dueño de MC, Dante Delgado y pedido el voto diferenciado en el estado. Habrá otro espacio para hacerle a Gálvez esa pregunta.
Las discrepancias que tuvo la candidata son probablemente producto de la falta de refinamiento en sus argumentos, pero para efectos electorales, no importa. Lo que logró en Tercer Grado fue elevar las expectativas de triunfo de los suyos y crear momentum para la marcha del próximo domingo, en el último jalón para persuadir a los indecisos de que ella es la opción en la elección del 2 de junio, donde se votarán, como dijo, dos proyectos antagónicos de Nación.
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